Estoy ahí en silencio, se escuchan las cortinillas de la cámara, pero las tengo tan incorporadas que puedo contemplar, eso hago, contemplo, me invade la sensación de entrar al cuarto de una mujer que recién dio a luz, de una mujer recién parida.
Hay humedad, agua, toallas, teta, mimos, contacto físico, la cercanía más íntima y profunda. Todo es sútil, todo tiene un ritmo natural, que es el de ellxs dos, todavía siendo une.
Cuántas veces podemos parir un hijo me pregunto, y me acuerdo de todas las cuentas que leo sobre cómo acompañar, restaurar, sanar la herida primal, esa supuesta herida que tenemos todes al nacer y pareciera ser que eso es más “agudo” en quienes nacimos por cesárea, pero yo la miro a Sol, en este ritual cotidiano y pienso en que cada vez que lo hace está pariendo a su hijo, dejándolo salir al mundo pero acobijándolo entre sus brazos, su leche y su vientre, entre esas almohadas y esas toallas. Ese cotidiano que se corona con mimos y miradas, en contacto.
Y pienso eso, cada vez que besamos una herida, cada vez que somos pacientes ante un berrinche, cada vez que logramos acompañar como nuestro hije necesita, quizás también lo estamos pariendo un poco cada día.
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